domingo, 1 de julio de 2012

Sanguis Christi, Verbi Dei incarnati


Festividad de la Preciosísima Sangre del Señor



Por Mons. Juan Hervas Benet


¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: "in mundi praetium"!
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Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.
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Hay tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.
Los más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre, observamos que el sacrificio -al menos en su forma más eficaz y solemne- importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la divinidad.
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La sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre sangre derramada.
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Así lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas solemnizó la dedicación del templo de Salomón.
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Y no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la narración de sus viajes.
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Adulterado el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos. Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para exprimirlo en los labios del ídolo.
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El hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto culminante en el "himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).
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El pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, "príncipe de este mundo" (lo. 12, 31), al que reduce a esclavitud.
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En la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de reconciliarse con Dios.
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¡Y surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.
Por otra parte, si en la sangre está la vida -vida que manchó el pecado-, extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a "hacer sangre", eligiendo para este oficio a "hombres de sangre", como han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).
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La sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada, dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).
Pero como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.
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Los sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.
Quedaban los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.
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Los sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.
Por lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).
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Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
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La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
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"¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
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Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
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Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la "Buena Nueva". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
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Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo -dice Santo Tomás- y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).
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"No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante -por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana- a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".
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Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos -amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana-, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).
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Roguemos al Dios omnipotente y eterno que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).
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¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!





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lunes, 21 de septiembre de 2009

Ceremonias de la Misa

Las Ceremonias de la Santa Misa
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I- NARRACION. – Las ceremonias de la MISA
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La Iglesia estableció las ceremonias de la Misa con dos fines principales 1º para que no olvidemos nunca que la Santa Misa es el mismo Sacrificio del Calvario; y 2º para que asistamos a ella con aquel recogimiento y fervor con que asistiríamos a la Pasión y muerte de Nuestro Señor.
Por eso el altar, que es como el Calvario, está siempre coronado con la Cruz y además, el sacerdote hace muchas veces la señal de la santa cruz sobre sí mismo; sobre el libro, sobre el altar, sobre las sagradas especies y sobre los fieles. A cada paso se nos recuerda que allí se está celebrando el Sacrificio de la Cruz.
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Por eso el sacerdote sube al altar revestido con las señales de la Pasión. El alba representa aquella blanca túnica que pusieron al Señor cuando lo condujeron como loco por las calles de Jerusalén; el cíngulo que lleva a la cintura, el manipulo en el brazo y la estola al cuello, representan las cuerdas con que el Señor fue atado cuando lo llevaron a la los tribunales; la casulla, finalmente, lleva de ordinario una gran cruz en la espalda, para recordar la que en sus hombros llevó el Salvador y en laque fue clavado en el Calvario.
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Sube el sacerdote al altar e invoca la misericordia de Dios diciendo varias veces los kiries (siendo una oración Trinitaria dice tres al Padre, tres al Hijo –Criste- y tres al Espíritu santo)¡Señor ten piedad de nosotros! ¡Cristo ten piedad de nosotros! En seguida dice el himno que cantaron los Angeles cuando nació el Salvador, el Gloria a Dios en las alturas, y después de leer algo de las cartas de los Apóstoles y del Evangelio, llega a la primera de las partes principales de la Misa.
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II.- COMENTARIO. – Partes Principales de la Misa
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Estas partes son tres y se llaman: ofertorio u ofrecimiento, consagración y comunión.
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El sacerdote descubre el cáliz, toma en sus manos la patena con la hostia que pocos momentos después se va a convertir en el Cuerpo del Señor, y ofrece a Dios esa víctima. Lo mismo hace después con el cáliz con vino. Esta parte de la Misa es la que se llama ofertorio.
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Poco después el sacerdote invita a los fieles a orar, a unirse todos en el sacrificio, a levantar hacia Dios los corazones, a cantar con los Angeles, el Santo, Santo, Santo (como en el Kirie, también tres), y después de varias oraciones preciosas y expresivas, del misterio que se realiza, por la Iglesia, por el Papa, por las personas presentes y las que se nos han recomendado, y por todo el pueblo, llega la parte principalísima, la consagración. El sacerdote hace las veces de Cristo Nuestro Señor (in persona Christi): se inclina sobre el altar, toma el pan; lo bendice, levanta los ojos al cielo y lo consagra diciendo: ¡ESTE ES MI CUERPO! ¡Allí no hay más sustancia de pan, esta presente Jesucristo! El sacerdote se postra, él primeramente, para adorarlo y en seguida levanta en alto la Hostia consagrada para que todo el pueblo la mire y la adore. Lo mismo hace con el cáliz. Es el momento de la elevación.
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Poco después comienza el sacerdote a prepararse para la última parte principal: la comunión. Abre los brazos y reza en voz alta el Padrenuestro; divide la Hostia consagrada como lo hizo Nuestro Señor en la Institución; se inclina y pide perdón; por último dice tres veces (también como el Kirie) el: Señor, no soy digno, y consume las sagradas especies.
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El recuerdo de nuestros muertos
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La Santa Misa es la oración más eficaz, porque llega al Padre en nombre de Jesús y acompañado de sus infinitos meritos. Por medio de ella se alcanzan gracias abundantes para todos los fieles y especialísimas para los que asisten al Sacrificio.
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También las almas del Purgatorio obtienen la liberación definitiva y su entrada en el cielo, o a lo menos un gran alivio a sus penas, por medio de la Santa Misa. Al aplicarles este Sacrificio, ofrecemos por ellas los tesoros infinitos de méritos y satisfacciones de Jesús y con éstos cancelan ellas sus deudas. Es el mayor obsequio que podemos hacerles.
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Este recuerdo de nuestros queridos difuntos lo hacemos en la Misa poco después de la Consagración, cuando ya Nuestro Señor está presente en el altar. El sacerdote junta las manos y dice: Acuérdate Señor de tus siervos y siervas que nos han precedido con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz. Entonces recordamos a todas aquellas personas ya fallecidas a quienes queremos aplicar los frutos del Sacrificio.




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.III- DOCTRINA
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¿Para qué estableció la Iglesia las ceremonias de la Misa?
Con dos fines principales: 1º para que recordemos que la santa Misa es el mismo Sacrificio del Calvario; 2º Para que ese recuerdo nos haga recogidos interiormente y fervorosos.
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¿Cuáles son las partes principales de la Santa Misa?
Las partes principales de la Santa Misa son tres: el ofertorio, la consagración y la comunión; pero antes de estas tres partes está la preparación.
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¿Qué es la preparación?
La preparación son las ceremonias y oraciones que se hacen desde que el sacerdote llega al altar hasta el ofertorio.
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Se llamaba antes la Misa de los Catecúmenos, porque los que no habían recibido el santo Bautismo debían salir fuera del templo después de la primera parte.
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¿Qué comprende la primera parte de la Misa?
La primera parte de la Misa comprende: las oraciones del principio, el Introito, los Kyries, el Gloria (no siempre). La Colecta (o sea las oraciones por todos). La Epístola (partes de los Libros Santos). El Evangelio y el Credo (a veces).
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¿Qué comprende la primera parte principal de la Misa?
La primera parte principal de la Misa comprende: el Ofertorio, el lavabo, el Prefacio y el Sanctus.
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¿Qué es el Ofertorio?
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El ofertorio es aquella parte principal de la Misa en que el sacerdote ofrece el pan y el vino.
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¿Qué ceremonias siguen al Ofertorio?

El sacerdote se lava las manos para significar la pureza con que hemos de tomar parte en este Sacrificio, invita a orar al pueblo, se une con los Angeles del cielo, diciendo: Santo, Santo, Santo y ora en secreto por toda la Iglesia.
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¿Qué es el Prefacio?

Es el prólogo solemne del Canon y una invitación a dar gracias a Dios por el maravilloso prodigio que va a realizarse en la Consagración
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¿Qué es el Canon?
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Es la parte que no varía de la Misa, oración solemne y silenciosa, y comprende las oraciones fijas hasta la comunión.
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¿Qué es la consagración?
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Aquella parte de la Santa Misa en que el sacerdote convierte el pan en el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo y el vino en su sangre.
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¿Qué hace el sacerdote después de que consagra la hostia y el vino?
Adora de rodillas a Jesucristo presente en las santas especies y en seguida las eleva para que todo el pueblo adore también al Señor.
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¿Qué es la comunión?
La comunión es la última parte principal de la Santa Misa en que el sacerdote comulga la hostia y el vino consagrados.
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¿Cómo hemos de oír la Santa Misa?

Hemos de oír la Santa Misa con gran recogimiento y devoción, como si asistiéramos a la Pasión y muerte de Jesús en el Calvario.
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Cuadro Resumen.

La Santa Iglesia estableció las cere4monias de la Misa para que recordemos que la Misa es el mismo Sacrificio del Calvario y éste pensamiento nos lleve al recogimiento y a la devoción.
Las partes principales de la Misa son tres: el ofertorio, la consagración y la comunión; pero antes está la preparación que comprende desde que el sacerdote llega al altar hasta el ofertorio, se llamaba antes la Misa de los Catecúmenos.
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La preparación de la Misa comprende: las oraciones del principio, el introito, los Kyries, el Gloria, las oraciones o colecta, la Epístola, el Evangelio y a veces el Credo.
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La primera parte principal de la Misa comprende el ofertorio, el lavabo, el prefacio y el Sanctus.
La segunda es la Consagración y la tercera es la Comunión. Después vienen las abluciones y las últimas oraciones, el último Evangelio y las ave María.

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